jueves, 11 de noviembre de 2010

DIEZ MIL Y UNA NOCHES

Cuenta la leyenda que Tarik El-Fayan escapó de la antigua ciudad de Dahra Al Rami con un misterioso pergamino en la mano. Poco después, los soldados del Sultán salieron en su busca. La persecución a caballo por el desierto duró meses. El maestro de Tarik, se rumoreaba, había sido un sabio escorpión de las arenas del sur y le había mostrado todas las esquinas del Sáhara antes de su pronta muerte, víctima de un castigo divino, rendido ante una tormenta furibunda a escasos metros de allí. Pero eso es otra historia. Agotados, se detuvieron a beber en un oasis. Tarik puso primero un dedo en el agua y tras comprobar que era real (muchas otras veces había intentado un chapuzón sobre la tierra caliente) introdujo la cabeza entera. De las profundidades surgió un Genio:

- Tarik El-Fayan -le ordenó- entrégame el pergamino. En caso contrario acabaré con la vida de tu caballo.

Tarik, cegado por la codicia, se negó. Mil espadas se clavaron entonces en el lomo del animal que, súbitamente, fue devorado por el Genio de un solo bocado. Tarik huyó hacia las dunas y permaneció allí durante años, sin rumbo concreto, pues sabía que en todas partes le buscaban y que todos los reyes anhelaban su pergamino. Finalmente se dejó perecer a la entrada de la estepa, sepultado por silencio y el viento áspero del invierno.

Pasaron los siglos y una joven nómada de piel tostada halló el pergamino bajo la arena, se escondió en unos arbustos y lo leyó en secreto. Inmediatamente, fue trasladada a un mundo extraño repleto de artilugios maléficos donde las letras tenían otras formas y articulaban un idioma incomprensible (que sin embargo entendía), un lugar donde la luz nacía del techo y el ruido era insoportable, un lugar donde vestían ropajes insólitos y donde los edificios ensombrecían las montañas, perdida en un tiempo sin memoria y carente de fe, muy lejos del desierto. Cuenta la leyenda que todo aquel que ha vuelto a leer ese cuento ha sufrido el mismo hechizo.

viernes, 5 de noviembre de 2010

EL GLOBO Y EL CABALLO

(Ilustración de Thona Grau)

¿Recuerdas? Escribí este cuento hace unos meses pero nadie lo entendió. Fue el otro día en el metro cuando caí en la cuenta de cómo debía explicártelo, quiero decir, que debía personalizártelo más y advertirte desde un principio que te necesito activamente en él. Creo que con esto ya es suficiente. Si no fuera así, ya sabes, vuélveme a mirar con ese gesto incrédulo y dime de nuevo que no lo entiendes.
* * *
Aquí se separan nuestros caminos: el mío y el tuyo. El tuyo dirige a un prado, extenso y verde, en el que hay dispuesto un globo. Yo ando en dirección contraria, puede que para dar contigo en el otro extremo de la perpendicular del círculo. Mi cita es con un caballo. Está solo y parece nervioso. Subes al globo torpemente, no sabes a ciencia cierta por qué lo haces, supongo que lo crees emocionante. A mí el caballo no me hace el menor caso. Le ordeno que se detenga, que se acerque y me deje montarlo, pero él parece andar más preocupado por golpear el suelo con sus pezuñas y cazar el viento a golpes de hocico que en ocupar el vacío bajo mi entrepierna. No desisto. Corro tras él con el brazo en alto y le repito en balde que se detenga. Finalmente, aprovecho un instante en el que el caballo baja el cuello y prueba la hierba que crece en una ciénaga para acercarme y saltar sobre él. Tú ya has conseguido encender el fogón. La tela ovoide que hay sobre tu coronilla haya su forma y se calienta poco a poco. Está preparado para volar. Y tú también. Pero tú eres paciente, no como yo. Yo estoy agarrado al lomo del caballo, ayudándome de todas las extremidades de las que dispongo y de otras que ni recordaba tener. En momentos temo caerme y que la velocidad del tiempo y del espacio me deje parapléjico. Consigo alcanzar la crin con los dedos y en un movimiento acrobático me siento. Noto como mi trasero rebota en su pelvis y tiro el cuerpo hacia delante. El viento choca contra mi rostro; es un caballo veloz. En cambio, la cesta de tu globo se eleva muy lentamente, como el ascenso ingrávido de una pluma de oca, y conquista el vuelo carente de prisa. Sueltas la cuerda. Dejas caer un par de sacos. Respiras hondo. Ya veremos hacia dónde me lleva esto. El paisaje desde allí arriba tiene que ser bonito y el globo es un medio de transporte tranquilo. Nada que ver con el caballo. El caballo no es un ser que podamos considerar dócil. Aunque claro, el caballo está vivo y el caballo corre mucho y no le importa si tiene a un tío como yo pendiente de su equilibrio ni si la yegua ha tenido un mal día en el trabajo. El caballo es libre y va a su royo. Le estiro de la crin y levanta sus patas delanteras situándose, digamos, a las once y veinticinco de un sólo salto. Afortunadamente, su pelo es resistente y me mantengo firme en la doma. Empezamos a correr a través de la nieve. No es que lo dirija demasiado, ni siquiera galopamos en línea recta. El caballo intenta deshacerse de mí y se mueve compulsivamente de un lado a otro. No hay viruta de lógica sobre la hoja de ruta. Pero volvamos a ti. Espero que no tengas vértigo. Has dejado el prado atrás. Puedes ver nuestro rastro desde las alturas. Ya has subido lo suficiente. No me ves a mí ni ves al caballo pero sí sus huellas sobre el asfalto áureo. Las estás siguiendo desde hace un rato. Las persigues con la mirada sin darte cuenta. Ahora mismo, estás pendiente de ellas. Sin embargo, por más que lo intentas, no nos encuentras en esta parte del horizonte. Es imposible. El caballo se ha escondido de nuevo para bañar sus pezuñas en tinta y ennegrecer las herraduras y yo te estoy esperando desde hace un par de líneas en la misma encrucijada del principio. En el otro extremo de la perpendicular que corta el círculo. Desde allí te anuncio a gritos que voy a dar por terminado el relato. Si no quieres volar sobre blanco te aconsejo que aterrices en este punto.

lunes, 1 de noviembre de 2010

NO TE ENTIENDO

(Collaige de Lluis Mesa)

No sé como puedes decirme que no me entiendes. Me parece que hablo suficientemente claro. Si me quisieras, me escucharías más y no te me quedarías mirando con esa cara de aldugo cada vez que te hablo. Lo que pasa es que no eres capaz de sentir otra cosa que doroteces. Podrías dibilarte un poco de mí de vez en cuando. Pero no. Se te abren los ojos cada vez más, al ritmo de mis rondeces. Parece que cada vez learas menos mis palabras. Estás tan preocupado de la comoniscencia de cada uno de tus actos que delesas tu actividad a la más absoluta apatía y no atalas nada. Te quedas ahí mirándome adiladamente como si el tiempo solo fuera clera, como si el amor que vilábamos sentir fuera inerte. No sientes ni cilenas desde que los churgos son churgos y podemos hablar y hablar que tu actirud huszante sólo consigue recositarse e inevitablemente explotas luego de andebia y estupidez. Entonces me miras astimpíco y ceblado como un bóseto y me dices: (guroso y cínalo) que no me entiendes. Pero lo que pasa es que no me escuchas.