domingo, 19 de diciembre de 2010

VEINTIUNO DE MARZO

El chico de las gafas baja las escaleras corriendo, echa un rápido vistazo a la pantalla de los horarios y prosigue con la carrera. Cuando está apenas a unos pocos metros oye el pitido que anuncia la salida del tren y acelera el paso. Consigue que las puertas se cierren a su espalda de un salto acrobático, el tren arranca y él deja caer su torso para poder respirar mejor. Es el último de la noche y el vagón parece vacío. Decide sentarse en el primer asiento que encuentra, posa los pies sobre la butaca opuesta y deja la mochila a un lado. Entonces la ve a ella. Duerme como un ángel. Es un ángel la chica rubia. La mira anonadado durante tres estaciones y luego decide acercarse. En cada nueva parada adelanta dos filas y finalmente opta por sentarse justo delante. Es un ángel la chica rubia, piensa. Decide que debe despertarla. Primero finge toser, cada vez más fuerte pero no da resultado y termina por estornudar atronadoramente sobre sus piernas, pero nada, la chica rubia sigue roque. Luego duda en decirle algo, por ejemplo, que le preocupa que se pase de estación, así que pone una mano sobre la de ella, que reposa dulcemente en su rodilla y la aprieta. Está caliente y relajada. Es tan fina que por un momento cree andar palpando nubes y le evoca tal ternura que no puede evitar sentir un deseo irrefrenable de besarla. Cuando casi le alcanza los labios y escasos milímetros separan sus alientos, la chica rubia abre los ojos súbitamente y cae en la cuenta de que se ha dormido y se ha pasado de estación.

domingo, 5 de diciembre de 2010

(EL CUENTO DE GERMÁN)


(Ilustración de Marc el Tracio)


Dice mi amigo Germán (que en instantes se ilumina y dice cosas interesantes) que el nombre está alcanzando cada vez mayor trascendencia, a causa, sobre todo, de los avances tecnológicos y de las redes sociales. Lo dice porque se ha dado cuenta de que no deja de ver el nombre de su pareja en todas partes: en el móvil, en su e-mail, en el Facebook... Y que en cambio, a ella, la ve escasamente, dado que ambos trabajan en horarios distintos. Dice que su pareja se está convirtiendo poco a poco en un nombre. Luego me dice que no se me ocurra escribir un cuento sobre ello (el cuento podría tratar de cómo un matrimonio decide cambiarse los nombres con tal de estar con otra persona: Maria Dolores empezaría a llamarse Matilde, por ejemplo, y Juan, que ahora es Pedro, comenzaría a mirarla de otra forma y le resultaría más atractiva así. Pero también de cómo con el tiempo empezarían a hastiarse de los nuevos nombres, y de cómo se buscarían otros nuevos en cada discusión hasta que al final los olvidaran por completo, primero el del esposo o esposa en cuestión -y se llamarían solo cariño o cielo entre ellos- y luego su nombre primero, y de cómo finalmente, dejarían de saber quién son y qué demonios hacen metidos en esa relación con un completo desconocido. Todo un drama, vamos…). Pero, en todo caso, si Germán me pide expresamente que no lo haga y puesto que él es escritor y no escriba como yo, la dejaré entre paréntesis para que nadie la oiga de mis letras, pues no puedo evitar robarle los cuentos a la voz con tal de que no queden callados frente al tiempo.

jueves, 11 de noviembre de 2010

DIEZ MIL Y UNA NOCHES

Cuenta la leyenda que Tarik El-Fayan escapó de la antigua ciudad de Dahra Al Rami con un misterioso pergamino en la mano. Poco después, los soldados del Sultán salieron en su busca. La persecución a caballo por el desierto duró meses. El maestro de Tarik, se rumoreaba, había sido un sabio escorpión de las arenas del sur y le había mostrado todas las esquinas del Sáhara antes de su pronta muerte, víctima de un castigo divino, rendido ante una tormenta furibunda a escasos metros de allí. Pero eso es otra historia. Agotados, se detuvieron a beber en un oasis. Tarik puso primero un dedo en el agua y tras comprobar que era real (muchas otras veces había intentado un chapuzón sobre la tierra caliente) introdujo la cabeza entera. De las profundidades surgió un Genio:

- Tarik El-Fayan -le ordenó- entrégame el pergamino. En caso contrario acabaré con la vida de tu caballo.

Tarik, cegado por la codicia, se negó. Mil espadas se clavaron entonces en el lomo del animal que, súbitamente, fue devorado por el Genio de un solo bocado. Tarik huyó hacia las dunas y permaneció allí durante años, sin rumbo concreto, pues sabía que en todas partes le buscaban y que todos los reyes anhelaban su pergamino. Finalmente se dejó perecer a la entrada de la estepa, sepultado por silencio y el viento áspero del invierno.

Pasaron los siglos y una joven nómada de piel tostada halló el pergamino bajo la arena, se escondió en unos arbustos y lo leyó en secreto. Inmediatamente, fue trasladada a un mundo extraño repleto de artilugios maléficos donde las letras tenían otras formas y articulaban un idioma incomprensible (que sin embargo entendía), un lugar donde la luz nacía del techo y el ruido era insoportable, un lugar donde vestían ropajes insólitos y donde los edificios ensombrecían las montañas, perdida en un tiempo sin memoria y carente de fe, muy lejos del desierto. Cuenta la leyenda que todo aquel que ha vuelto a leer ese cuento ha sufrido el mismo hechizo.

viernes, 5 de noviembre de 2010

EL GLOBO Y EL CABALLO

(Ilustración de Thona Grau)

¿Recuerdas? Escribí este cuento hace unos meses pero nadie lo entendió. Fue el otro día en el metro cuando caí en la cuenta de cómo debía explicártelo, quiero decir, que debía personalizártelo más y advertirte desde un principio que te necesito activamente en él. Creo que con esto ya es suficiente. Si no fuera así, ya sabes, vuélveme a mirar con ese gesto incrédulo y dime de nuevo que no lo entiendes.
* * *
Aquí se separan nuestros caminos: el mío y el tuyo. El tuyo dirige a un prado, extenso y verde, en el que hay dispuesto un globo. Yo ando en dirección contraria, puede que para dar contigo en el otro extremo de la perpendicular del círculo. Mi cita es con un caballo. Está solo y parece nervioso. Subes al globo torpemente, no sabes a ciencia cierta por qué lo haces, supongo que lo crees emocionante. A mí el caballo no me hace el menor caso. Le ordeno que se detenga, que se acerque y me deje montarlo, pero él parece andar más preocupado por golpear el suelo con sus pezuñas y cazar el viento a golpes de hocico que en ocupar el vacío bajo mi entrepierna. No desisto. Corro tras él con el brazo en alto y le repito en balde que se detenga. Finalmente, aprovecho un instante en el que el caballo baja el cuello y prueba la hierba que crece en una ciénaga para acercarme y saltar sobre él. Tú ya has conseguido encender el fogón. La tela ovoide que hay sobre tu coronilla haya su forma y se calienta poco a poco. Está preparado para volar. Y tú también. Pero tú eres paciente, no como yo. Yo estoy agarrado al lomo del caballo, ayudándome de todas las extremidades de las que dispongo y de otras que ni recordaba tener. En momentos temo caerme y que la velocidad del tiempo y del espacio me deje parapléjico. Consigo alcanzar la crin con los dedos y en un movimiento acrobático me siento. Noto como mi trasero rebota en su pelvis y tiro el cuerpo hacia delante. El viento choca contra mi rostro; es un caballo veloz. En cambio, la cesta de tu globo se eleva muy lentamente, como el ascenso ingrávido de una pluma de oca, y conquista el vuelo carente de prisa. Sueltas la cuerda. Dejas caer un par de sacos. Respiras hondo. Ya veremos hacia dónde me lleva esto. El paisaje desde allí arriba tiene que ser bonito y el globo es un medio de transporte tranquilo. Nada que ver con el caballo. El caballo no es un ser que podamos considerar dócil. Aunque claro, el caballo está vivo y el caballo corre mucho y no le importa si tiene a un tío como yo pendiente de su equilibrio ni si la yegua ha tenido un mal día en el trabajo. El caballo es libre y va a su royo. Le estiro de la crin y levanta sus patas delanteras situándose, digamos, a las once y veinticinco de un sólo salto. Afortunadamente, su pelo es resistente y me mantengo firme en la doma. Empezamos a correr a través de la nieve. No es que lo dirija demasiado, ni siquiera galopamos en línea recta. El caballo intenta deshacerse de mí y se mueve compulsivamente de un lado a otro. No hay viruta de lógica sobre la hoja de ruta. Pero volvamos a ti. Espero que no tengas vértigo. Has dejado el prado atrás. Puedes ver nuestro rastro desde las alturas. Ya has subido lo suficiente. No me ves a mí ni ves al caballo pero sí sus huellas sobre el asfalto áureo. Las estás siguiendo desde hace un rato. Las persigues con la mirada sin darte cuenta. Ahora mismo, estás pendiente de ellas. Sin embargo, por más que lo intentas, no nos encuentras en esta parte del horizonte. Es imposible. El caballo se ha escondido de nuevo para bañar sus pezuñas en tinta y ennegrecer las herraduras y yo te estoy esperando desde hace un par de líneas en la misma encrucijada del principio. En el otro extremo de la perpendicular que corta el círculo. Desde allí te anuncio a gritos que voy a dar por terminado el relato. Si no quieres volar sobre blanco te aconsejo que aterrices en este punto.

lunes, 1 de noviembre de 2010

NO TE ENTIENDO

(Collaige de Lluis Mesa)

No sé como puedes decirme que no me entiendes. Me parece que hablo suficientemente claro. Si me quisieras, me escucharías más y no te me quedarías mirando con esa cara de aldugo cada vez que te hablo. Lo que pasa es que no eres capaz de sentir otra cosa que doroteces. Podrías dibilarte un poco de mí de vez en cuando. Pero no. Se te abren los ojos cada vez más, al ritmo de mis rondeces. Parece que cada vez learas menos mis palabras. Estás tan preocupado de la comoniscencia de cada uno de tus actos que delesas tu actividad a la más absoluta apatía y no atalas nada. Te quedas ahí mirándome adiladamente como si el tiempo solo fuera clera, como si el amor que vilábamos sentir fuera inerte. No sientes ni cilenas desde que los churgos son churgos y podemos hablar y hablar que tu actirud huszante sólo consigue recositarse e inevitablemente explotas luego de andebia y estupidez. Entonces me miras astimpíco y ceblado como un bóseto y me dices: (guroso y cínalo) que no me entiendes. Pero lo que pasa es que no me escuchas.

miércoles, 13 de octubre de 2010

LOS REYES MALOS

Dibujo de Luizz&Lilu


Los torpes pasos de un niño de tres años sobre las baldosas del baño suenan como los lamidos de un gato en un cuenco de agua. El niño se resbala y cae. ¿Pero que haces? Grita la madre fregona en mano. ¡Véte a la cocina ahora mismo a acabarte la cena! El niño levanta la mirada de su lastimada rodilla, hace centellear sus ojos en un ejercicio calculado de llanto oprimido y arranca un sollozo pirotécnico de sonido parecido al de un globo que se escapa de entre las manos pendiente de nudo. ¡Mi niño! ¡Mi niño! La madre lo recoge del suelo y lo sienta sobre la pica del lavabo, le seca las lágrimas con la yema del pulgar y le besa en los ojos con dulzura. El niño, que no cesa en su gimoteo empieza a balbucear palabras incomprensibles para el oído adulto. ¡Mi niño, perdona! ¿Estás bien? ¿Quieres que te cure la pupa mamá? ¡Papá! ¡Papá! Consigue articular el niño. Papá no está hijo mío, se ha marchado, hoy no va a poder contarte el cuento, no va a llegar a tiempo, pero tú no te preocupes, tú lo que tienes que hacer es cenar pronto y marcharte a la cama temprano y solito como los nenes grandes, que sino esta noche los reyes no van a querer dejarte nada. El niño deja de llorar. Acaba de recordar que es el día de reyes. Está impaciente. La madre arquea su brazo e instala la mano derecha bajo culo del niño, le mece, le susurra y con la otra mano le acaricia el pelo. Te llevaré a la cama. La madre desviste al niño y le pone su pijama, lo acuesta y lo arropa bien con su colcha de Spiderman. Le besa en la frente y apaga la luz. Luego vuelve al baño, pasa el mocho sobre el charco en el que se ha resbalado el niño y lo exprime, recoge el cubo y con mucho cuidado de no pisar demasiado, vierte en el váter todo el líquido rojo que contiene.





domingo, 10 de octubre de 2010

AUTORRETRATO

Estoy desnudo en el centro del colchón. Cada muñeca y cada tobillo está atado a una de las cuatro patas de la cama. Siento que en cualquier momento alguien va a azotar a alguna de ellas y que todas saldrán corriendo al mismo tiempo en direcciones opuestas. La Bestia me acaricia el pecho con la yema del dedo anular, peinando a su paso el escaso bello que adorna mi torso y los lindes de mis pezones, en dónde nacen como hierbajos en la arena doce o trece pelos a lo sumo y entre los dos. Se detiene en el ombligo e introduce el dedo hasta su base, lo mueve en forma de U y ríe, y yo hago una mueca horrible. Él es tan grande y yo tan pequeño… apenas dibujo en el corazón de la cama una diminuta estrella pálida, un helipuerto de juguete. La Bestia me agarra de los rizos y me lame mi espesa barba rojiza. Su olor es repugnante. Con la otra mano alcanza mi muslo izquierdo, justamente donde está la mancha de nacimiento en forma de tumor, y lo empuja hacia delante. Grito: la cuerda quema mis tobillos y tengo miedo. Ahora pasa la lengua por mi nariz, descendiendo en línea recta, y topa con el pico derecho de la corona que forman mis labios en su parte superior y que suele estar cubierto de mugre en el pelaje. Me besa ferozmente, como si quisiera sorber mi lengua y degusta el sarro de mis dientes con dulzura. Luego vuelve a empujar del muslo y yo grito de nuevo y aleja su rostro y me mira a los ojos y veo los mismos en los suyos: el gran iris que ansía florecer en la sombra pero que apenas alcanza un color oliva al sol: Mi tedioso iris marrón. La Bestia sube su mano izquierda hasta mi cintura, parece que pueda rodearla entera con el índice y el pulgar. Se sienta sobre mi pelvis y pone las manos sobre mis brazos, mínimos apéndices de las sogas que los mantienen tirantes. En los antebrazos mis venas emergen como sierras bajo una marea que se rebaja y los dedos, que buscan las paredes del cuarto, son los corchos de diez botellas de vino. Entonces agarra su pene y me lo introduce, y aquello tan nimio, que no es más que un clítoris abrigado con pieles fruncidas, siente como la Bestia lo enviste, y dejo de respirar y me desvivo por no emitir un pequeño gemido, un signo de placer.